Entonces, ¿no queda ya ningún animal europeo capaz de evocar estos estremecimientos arcaicos? Sí; en lo profundo de los misteriosos bosques de hoja decidua.
Europa ha sufrido el impacto de la civilización incluso en su geología. Los
grandes predadores o, simplemente, los animales agresivos de gran
talla, que fueron tan abundantes como en otras zonas, han desaparecido
por completo. El lobo y el lince, normalmente, se encuentran
muy alejados de las zonas más pobladas, y ni el apacible oso ni los
pequeños carnívoros merecen la denominación de fieras, calificativo éste
cargado de hondas y ancestrales resonancias.
Entonces, ¿no queda ya ningún animal europeo capaz de evocar estos
estremecimientos arcaicos? Sí; en lo profundo de los misteriosos bosques
de hoja decidua vive aún un gran animal que sintetiza el arquetipo que
nuestro subconsciente posee de todo lo montaraz, lo salvaje, lo
peligroso. Es el jabalí, cuya incierta aparición, densa sombra en la
boscosa umbría, tiene algo de mamut y de rinoceronte lanudo, codiciadas y
temidas fuentes alimenticias de nuestros ancestros prehistóricos.
El masivo corpachón del jabalí puede inscribirse en dos conos ideales unidos por su base y comprimidos lateralmente. Esta peculiar arquitectura somática no se debe al capricho –nada caprichoso sobrevive en la naturaleza– de un hipotético demiurgo creador aficionado a la geometría. Por el contrario, es solución óptima, conseguida tras larga búsqueda evolutiva, para desplazarse por su intrincado biotopo. Gracias a ella, el jabalí es un verdadero taladro capaz de galopar por entre el más espeso matorral oponiendo la mínima resistencia.
Su cabeza, casi perfectamente cónica, de hocico muy prolongado, llamado «jeta», que termina en un disco duro, sensible y móvil –soportado por un hueso– donde se abren los orificios nasales, es a su vez usada para excavar el suelo en una acción característica denominada «hozar», abriendo zanjas y removiendo piedras en busca de raíces, tubérculos y pequeños animales.
Por asociación con su degradado pariente el cerdo, seguramente el animal más traumatizado por el proceso de domesticación, muchos piensan que el jabalí es el “cochino” de la naturaleza. Nada más alejado de la realidad. Por el contrario, el jabalí es uno de los animales que más cuida de su aseo personal, teniendo en este aspecto la máxima importancia los baños de barro a los que se entrega con verdadero placer, no sólo para liberarse de los molestos parásitos cutáneos, sino para mantener la piel en un óptimo estado de salud merced a la compleja composición del lodo, rico en sales minerales y sustancias orgánicas. Tal práctica no debe extrañarnos ni parecernos antihigiénica, pues estos baños se han puesto periódicamente de moda en los institutos femeninos de belleza para el cuidado de la piel, ya que los dermatólogos han podido comprobar, mucho tiempo después que los jabalíes y otros animales, los efectos benéficos del barro para la salud del epitelio.
Pero lo más interesante es que los jabalíes no toman al azar su revolcadero de barro, eligiendo el primero que les sale al paso, sino que lo seleccionan cuidadosamente, desplazándose a menudo muchos kilómetros durante la noche para buscar su baña preferida. Al parecer, son capaces de percibir la diferente composición química de los distintos tipos de barros y escogen el que más les conviene en cada momento.
Fuente: Félix Rodríguez de la Fuente. Enciclopedia Salvat de la Fauna, tomo 5: «Eurasia y Norteamérica (región holártica)».
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